Si hay algo que tuve que hacer en este tiempo fue amigarme con la cocina. No porque antes no supiera cocinar, sino porque no encontraba el momento o porque, siendo sincera, me daba mucha fiaca.
La cuestión es que, al mes de haber empezado la cuarentena, me encontré buscando recetas para hacer pan. Las había de mil tipos y con mil variantes; yo elegí una que no fuera ni muy básica ni muy compleja.
Desde ese día, cocino mi pan todas las semanas. Fui mejorando la técnica y disfrutando cada vez más del proceso. En los momentos de amasado, incluso llego a conectarme más con mis pensamientos y así van naciendo algunas reflexiones.
Lo primero que hago es separar los ingredientes necesarios en las cantidades estipuladas. Eso es fácil, solo tengo que medir y poner todo en un bol.
El siguiente paso ya implica un compromiso mayor: literalmente, hay que poner las manos en la masa. Mientras trato de desintegrar el huevo crudo con los dedos, de incorporar bien el aceite a la mezcla, de que la sal no toque la levadura antes de lo debido, pienso: “¿quién me mandó a meter la mano acá?”.
Pero al superar esa impresión inicial, al involucrar mis manos y meterlas de lleno en esa mezcla, puedo sentir cómo cada ingrediente se va haciendo parte de mi pan. Cuántas veces nos pasa que no queremos comprometernos del todo con algo, y entonces quedamos como metidos por la mitad, con los pies en un lado, pero la cabeza en el otro… Y nos sentimos divididos, fragmentados, incompletos, simplemente porque no estamos en sintonía con lo que somos.
Esto de amasar me sirvió también para darme cuenta de la importancia de conectarse con uno mismo, con lo que uno es. Con la simpleza de la harina, con la dulzura del azúcar y la ternura de la leche, por ejemplo. Pero también con las texturas —vamos a clasificarlas como “interesantes”— del huevo crudo y del aceite. Creo que uno puede llevar una vida más plena cuanto más integrado está con todo su ser, y eso implica algunos aspectos lindos y otros no tanto.
Alguna vez me pasó de dejar levar la masa más de una hora, que era lo que decía la receta. Voy a admitir, concretamente, que una vez me colgué y la dejé más de cinco horas. No puedo explicar lo que creció el bollo. Y ahí pensé en la cantidad de sueños y proyectos que tenemos y que a veces, para crecer, solo necesitan de más tiempo. El tiempo transforma, sana, nos da la posibilidad de crecer. El tiempo nos regala oportunidades que, a veces, nuestra ansiedad nos impide ver.
Publicado en la revista Bienaventurados/agosto 2020