Valió la pena subir al árbol

Cuando era chica, solía trepar al árbol de tilo que estaba en el patio de mi casa. Subía cuando necesitaba tranquilidad; para leer, estudiar o simplemente para pensar. En invierno, era el punto donde podía encontrar los últimos rayos de sol de cada tarde. En verano, se convertía en un lugar fresco donde corría el viento a través de las hojas. Y en cualquier estación del año y ante cualquier circunstancia, era un espacio en el que podía encontrar paz.

El relato que sigue lo escribí basándome en el encuentro de Zaqueo con Jesús, y también recordando mis momentos vividos en el tilo. Porque, teniendo en cuenta nuestras propias limitaciones y las circunstancias que nos tocan vivir, a veces necesitamos subirnos a algo para acercarnos a lo que buscamos.

Era un día como cualquier otro en mi vida. Había estado trabajando toda la mañana sin parar, como de costumbre. Hasta que, de repente, empecé a notar un movimiento descomunal en las calles.

Dejé mi puesto de trabajo y me encaminé hacia el alboroto. Noté que alguien pasaba. Pero yo, que creía conocer a toda la gente importante, no lograba distinguir quién era.

Parecía un hombre sencillo. No supe comprender por qué lo seguía tanta gente, y mi curiosidad aumentaba a cada instante. Había algo en esta situación que me atraía.

Me acerqué todo lo que pude, pero mi baja estatura me jugaba en contra. Me adelanté un poco y divisé un árbol al costado del camino. No era muy grande… pero quizás, sumando alturas, llegaría a ver algo.

Inexplicablemente, dejó de importarme mi imagen y cuán ridículo era lo que estaba haciendo. Escuché algunas burlas a las que no les presté atención, y con algo de dificultad logré trepar al árbol. Debo admitir que no estaba muy cómodo: el denso follaje no me dejaba ver con claridad, las ramas estaban patinosas y los frutos maduros atraían una molesta cantidad de insectos.

A pesar de todo, decidí quedarme donde estaba. Según mis cálculos, si esperaba un poco más, este hombre que despertaba mi curiosidad pasaría por donde yo estaba.

Y así fue. Mi corazón comenzó a latir con más fuerza, como anhelando algo que ni siquiera sabía qué era. En medio de todo el gentío, este hombre notó mi presencia.

Elevó su rostro, calmo y sereno.

Fijó su mirada profunda y transparente en mis ojos.

Y, sin más, me llamó por mi nombre.

[Relato basado en el pasaje del Evangelio: Lc 19,1-10]

Foto: MRL

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